23 marzo 2016

La búsqueda del espíritu antártico

Cuaderno de viaje
La búsqueda del espíritu antártico

Hay muchas Antártidas,
tantas como personas que la visitan
W.F.




Increíblemente estoy mirando un mar plagado de témpanos, en el continente Antártico. Es 29 de Enero del año 2016 y hace dos semanas que hemos llegado con mi hermano, con propósito de rodar un documental audiovisual centrado en la búsqueda del llamado “espíritu antártico”, entendido como un estado sensible especial, generado por el ambiente y la lejanía del mundo conocido y una forma peculiar de camaradería.
Todos llegamos a este lugar por alguna razón. Algunos son científicos, otros logísticos, otros políticos… pero todos hemos venido animados por un impulso, el más antiguo que habita en el interior del ser humano, el impulso por la aventura.
Hay quienes dan rienda suelta a este impulso y lo hacen explícito, otros lo guardan como una procesión secreta, íntima. La aventura está ligada a la exploración, entendida como la “búsqueda de algo desconocido”. En primera instancia se nos viene a la mente el descubrimiento de nuevos territorios antes desconocidos para el resto de la humanidad, nuevos rincones del planeta. Pero hoy entiendo a la exploración como un concepto bastante más complejo, más amplio, que puede implicar al mundo exterior, tanto como al mundo vasto e incógnito mundo interior.
Un año atrás me encontraba de expedición en Aconcagua, una montaña de dimensiones descomunales, lejos también de todo lo cotidiano ¿Por qué buscamos intencionalmente colocarnos en situaciones que a simple vista habría que evitar? La desolación, el frío, la naturaleza en furia, la presencia de la muerte...¿Será simplemente para darle una dosis de crudeza a nuestras vidas cotidianas y rutinarias? ¿La búsqueda de prestigio personal? Todavía me siento joven para dar una respuesta concreta, para esto esperaré a la vejez, si así lo quiere el destino. Por otro lado, ya estoy maduro para plantearme ésta y tantas otras interrogantes.
La exploración y la aventura me han llevado por varios lugares fascinantes, y me es difícil confirmar en qué medida estas experiencias han cambiado algo en mí. Lo seguro es que ese camino, que comenzó tal vez de niño mirando “Indiana Jones” u hojeando una revista de la National Geographic Society, ha demandado el sacrificio de otras cosas en mi vida, cosas que brindan estabilidad y permiten proyecciones concretas. Pero después de tanto leer sobre los grandes aventureros de la historia, entiendo para mi tranquilidad, que estos sacrificios son parte del “oficio” por así decirlo, del ser humano que se entrega a la aventura.
Un año antes de llegar al continente blanco sabíamos de nuestro viaje. Por lo que fueron muchos meses de ansiedades, hipótesis, investigación e imaginación. Ya había “vivido” innumerables veces la llegada el avión Hércules, mi primer paso en la Antártida, la llegada a la base uruguaya y tantas otras cosas. Como no podía ser de otra manera, nada de esto fue de la manera que lo había imaginado. El aire, el paisaje, el frío puro, todo superaba ampliamente mis expectativas. Por suerte, era todo nuevo, un festín para mis sentidos, estaba en al continente más misterioso del planeta, un lugar al que pocas personas tienen la posibilidad de llegar, ni siquiera Indiana Jones.



Mentor.

Hace varios años di con una página en Internet sobre un proyecto uruguayo para escalar el Monte Vinson, la montaña más alta del continente antártico. Inmediatamente le escribí al responsable, no para pedir un lugar, que si bien era lo que quería me parecía un poco atropellado, sino para ofrecerme como colaborador en lo que pudiera.
El intercambio de mails duró un par de años, siempre alrededor del proyecto, de las expediciones y de la Antártida. Por razones de presupuesto la meta de subir esa montaña quedó postergada, pero la comunicación continuó, hasta que un día me avisó que se había abierto un llamado para proyectos culturales del Instituto Antártico.
En un principio pensé en un proyecto de índole “montañística”, exploratoria, pero esa idea quedaba por fuera de la convocatoria y además requería incorporar al menos a dos montañistas más. Pero le conté la idea a mi hermano Gabriel, quien se dedica al audiovisual, para presentar un proyecto que respondiera a las necesidades del Instituto. El proyecto que un principio tenía un enfoque documental bastante amplio, fue seleccionado y con el tiempo fuimos acotando el “tema” y formulamos una pregunta: “¿Qué es el espíritu antártico?”
El “ideador” de este llamado de línea cultural y artística era Waldemar Fontes, un antártico que integraba el consejo directivo del Instituto y que además presidía la asociación civil Antarkos.  

Para fines del 2015 yo tenía programada una expedición al Aconcagua, así que nuestro viaje a la Antártida quedaría postergado para el próximo año.  La investigación iba madurando y yo no dudaba en consultarle o pedirle orientación a Waldemar, por lo que él mismo se fue empapando del proyecto. Nosotros teníamos que adentrarnos en el continente helado mucho antes de pisarlo y él nos facilitó esa tarea etérea, imaginativa.
Puedo afirmar que hoy no estaríamos aquí de no ser por su dedicación a éste lugar.  Si existe una tradición de “montañeros” también la existe de los “antárticos”. En estas tradiciones las anécdotas y enseñanzas van pasando de mentor a aprendiz, de manera oral y vivencial. Por esas casualidades y fortunas de la vida he encontrado a un mentor antártico en Waldemar...

Una película

El domingo es día de descanso en la base científica. Se come sin apuro, la sobre mesa se extiende y empiezan las películas. Otros están aprendiendo artesanías, que serán luego regalos para la familia, pero son hoy y aquí, horas de ocio y esparcimiento mental. Hay una amplia selección de películas, la mayoría “de matinee” y está bien así, porque nadie está con ánimos de ver dramas existenciales. Comienza una de Stallone, bastante mala claro está, pero todos las disfrutamos. Mientras suceden explosiones y combates delirados, afuera está la bahía Maxwell, invadida por una neblina helada proveniente del estrecho de Brandsfield, que separa a las islas Shetland del Sur con la península Antártica. Bajo las olas cazan las orcas que acechan desde las profundidades, donde son casi invisibles. Este mar de congelará en pocos meses, convirtiendo lo que veo por la ventana, mientras suenan los tiros de Stallone, en un paraíso blanco y silencioso. Soy consciente de la paradoja y me da piel de gallina..

Pionero

Hoy entrevistamos a Derceo Da Costa, una persona que siempre ha estado involucrada con esta base, desde el día 1. Y si bien han habido muchos cambios, y siente nostalgia, lo mira todo suceder, sin rencor. Una actitud propia de cierto tipo de sabiduría.
Nos habló de los “antárticos” y dijo que sólo conocía a dos y que éstos, amaban este lugar. Pero amar este lugar no es lo único, los antárticos además, hacen algo por él, no necesariamente en nombre de un país, sino para sí mismos y la gente que los rodea, trasmiten ese amor a quienes nunca podrán llegar aquí.

Derceo Da Costa
Convertirse en un antártico, entendido de esta manera, no es algo que suceda de la noche a la mañana, ni mucho menos con el enamoramiento inicial.
Al igual que en la pareja, el amor es más una actitud que un sentimiento, que se sostiene y que demanda dolor por momentos, sacrificio. Me animo a decir que existen fanáticos de la Antártida y existen los antárticos, de la manera que existe en enamoramiento y el amor.
A un antártico le brilla el fondo de la retina cuando habla de este lugar. Una estadía larga aquí no es para cualquiera, “no es para cualquiera la bota de potro”...

Pavlichek

En Uruguay visitamos al marinero francés Pascal Greenberg, quien tiene trayectoria en los mares del Sur, con innumerables cruces a vela del mar de Drake, el mar más bravo del mundo.
Nos contó una anécdota, de cuando una vez, en el puerto de Ushuaia un checo (checoslovaco en ese entonces) le “hizo dedo” para llegar a la Antártida. El checo tuvo suerte, como quien pide viaje a Rocha en verano, éste lo consiguió. También nos contó que este checo se movía en kayak, entre los témpanos y que había fundado una base sin logística, una base hippie. Este personaje se llama Juroslav Pavlichek, pero le gusta ser llamado Jarda.
Entonces le escribí a Jarda y obtuve respuesta un mes después. Nos invitaba a visitarlo en su base, en la desierta isla Nelson e incluso nos concedería una entrevista.
Habiendo llegado ya a la base antártica recibo un llamado por radio, de muy mala señal, pero aún así se podía escuchar: “Artigas,...Artigas,...Eco Nelson,...Over”. Era Pavlicheck usando su radio con baterías bajas desde su base Eco Nelson. Le dije en Inglés que cambie la batería. A los pocos minutos comenzamos una conversación por radio en la que convenimos encontrarnos en nuestra base al día siguiente.
Al otro día amaneció muy feo, con rachas fuertes de viento y nieve. Supuse que se habría de posponer la reunión, pero cerca del mediodía se abrió la puerta exterior de la base (muy parecida a la puerta de una heladera) y veo entrar, junto con una racha de nieve a un veterano de barba blanca, cara curtida y ropa sucia. Obviamente era Jarda. Lo saludo y lo invito con un café. Al rato éramos varios en la mesa conversando con él. Quien lo viera pensaría: “Este viejo es un montañero, antártico, o algo así”.
Juroslav Pavlichek
Jarda habla un inglés bastante bueno, con acento checo y mixturado con español. También se defiende con el coreano. Quien conversa con Jarda abre los ojos, los oídos y la mente, ya que es un personaje por demás interesante y en igual medida excéntrico. “¡Yo no soy checo, soy cosmopolita!” Y de verdad que así es, lo confirma su historia de vida que lo ha llevado a los himalayas, al integrar la primer expedición invernal a la montaña más alta del planeta; a Groenlandia, tierra que ha cruzado a pie sin comunicación; a la selva, donde realiza parte de sus experiencias de supervivencia en condiciones extremas; y un largo etcétera.
Luego de la entrevista continuamos conversando, café de por medio. Yo no perdí el tiempo y le hice las preguntas que cualquier expedicionario quiere hacer a otro veterano y experimentado. Son preguntas que no están en los manuales y que sólo las experiencias (sobre todo las duras) dejan en quienes las viven.
Por un momento me dije “No lo voy a molestar con más preguntas, no quiero parecer pesado”. Acto seguido continuaba la metralla de preguntas. Debido a la naturaleza extrema de sus experimentos de supervivencia ha desarrollado unas técnicas muy austeras, que dejan de lado muchos conceptos adoptados por el montañismo deportivo, pero que demandan una preparación mental muy peculiar. Según él los niños superan en una primera instancia mejor las condiciones adversas de supervivencia, ya que los adultos, al tener todo un bagaje conceptual de vida, somos más propensos a crear problemas de ante mano, llevándonos al colapso mental antes de la muerte real.
La última vez que vi a Jarda fue en la pista de aterrizaje de los chilenos cuando se subía al Hércules rumbo a América del Sur.

Pulga antártica.

En un seminario de ciencias en la base científica chilena conocí a Nelson Baretta, un alpinista brasilero que estaba acompañando a unos científicos en sus salidas de campo. Es integrante del Club Alpino Paulista, fundado a fines de los 50s. El hecho de ser un montañista de un país sin montañas me produjo empatía instantánea, así que nos pusimos a conversar mientras los científicos hacían lo mismo en el idioma común, inglés.
Este club alpino tiene un vínculo con el Programa brasilero antártico, para brindar apoyo de campo y seguridad a los científicos de sus tierras tropicales que poco saben de frío, nieve y glaciares. Ésta ida me pareció de los más interesante y no pude dejar de trasladarla a Uruguay, a las salidas de campo de nuestros científicos y a mi. Pero dado que se estaba terminando la velada decidimos encontrarnos otro día y conversar más a fondo, de las montañas y de su función aquí como montañista.
Días después salimos rumbo a la base chilena con Waldemar. Nelson no estaba, había salido al “campo”. Pero de casualidad estaba un paleontólogo chileno, amigo de Waldemar y nos invitaron a pasar. Junto con el paleontólogo (Marcelo Leppe) se encontraban en la mesa unos cuantos “altos mandos” chilenos. Nos invitaron a sentarnos y nos ofrecieron un whisky. No me negué. Al principio me sentí un poco intimidado por los cargos y la formalidad, pero unos sorbos después me relajé. Entre tantas temas de conversación surgió que a unos de ellos lo había picado una pulga, aquí en la Antártida, cosa que a los demás nos costó creer. Entonces sacó una libreta pequeña y entre dos hojas estaba la pulga aplastada. Marcelo, con su visión científica, pensó que había que fotografiarla y hacer un reporte, porque por pequeña que fuera es un “alien species”. Así que la fotografió con su Iphone.
En la misma mesa estaba Alejo Contreras, un auténtico explorador antártico del que tanto había escuchado, pero de él hablaré más adelante.
También hablamos de los rusos, vecinos antárticos, pero que por un tema de idioma o cultural, no parecían tener tanta relación con los chilenos. Al parecer estos tienen un mapa de lo más detallado del lecho marino de la bahía. Y como muchos asuntos de los rusos, éste nace en la época soviética.
Resulta que un barco de los “yanquees” había fondeado en la bahía hace más de veinte años. Estuvo ahí, frente a la base rusa durante varios días, realizando unas reparaciones en el casco o algo así. Claro que los soviéticos abrieron los ojos y notaron que se estaban realizando maniobras debajo de la superficie del agua, que podrían estar instalando artefactos para “espiar” a la base soviética. Luego de la retirada del navío éstos se precipitaron a la bahía y la sondearon exhaustivamente en busca de las “instalaciones” de los gringos. Buscaron durante días con buzos y sondas, pero no encontraron nada de eso. En su lugar habían obtenido un mapa milimétrico del fondo submarino.
Hoy los barcos rusos son los que más cerca de la costa fondean, gracias a esta carta que sólo ellos poseen. Otra curiosidad de la guerra fría, que no escapó al continente más remoto.
Antes de emprender nuestra caminata de vuelta a la base acompañamos a algunos a fumar afuera de la cocina. Marcelo me comentó que hace muchos años un australiano había escrito un libro llamado “Antarctic Spririt” que hablaba justamente de lo que nosotros estamos investigando, y que solamente en este pequeña península de este gigantesco y desolado continente se ha generado una cultura antártica, hace más de 20 años, debido a la cercanía de las bases científicas. Estamos en lugar adecuado...

Los primeros en llegar.

Hasta donde se sabe en la Antártida no hubo población humana originaria, ya que los continentes se separaron antes de nuestra existencia. Claro que existen teorías paralelas sobre un ser humano mucho más antiguo, continentes hundidos y mucho más. Pero ateniéndonos a la historia aceptada el ser humano vislumbró por primea vez tierra (o hielo) antártica allá por 1819. Sin embargo esto trata del primer reporte oficial, lo que no quita que hubiera sucedido antes. De hecho se puede estimar que “foqueros” o “balleneros” hayan incursionado en estas bahías que miro por la ventana previamente a estas fechas y que no hayan reportado el hallazgo.
De esos primeros exploradores, atraídos por la explotación de los animales, pueden quedar aún indicios en algunas playas de esta isla Rey Jorge y otras en el archipiélago Shetland del Sur.  Y justamente, en paralelo al rodaje del documental, venimos aquí a continuar un relevamiento de estos asentamientos, con el fin de aportar al misterio y que en un futuro, mediante un trabajo arqueológico, se esclarezca el asunto de “los primeros”.
A pocos metros al Sur de la base uruguaya se haya aún el “naufragio de Punta Suffield”, a simple vista un montón de maderas dispersas por la costa. Hay historias o mitos que hablan acerca de los náufragos también y que se habrían refugiado en una cueva cercana donde encontraron su muerte. También he leído que unos ingleses hallaron sus huesos en esa cueva. Si bien hasta el momento no hemos dado con a publicación que hable de ese hallazgo, ya he gateado un par de veces en ese alero de roca descompuesta semi-tapado con nieve con la esperanza de ver algo. En la segunda oportunidad me encuentré con un trozo de madera, con una inscripción apenas visible : “Disfruta cada día como si fuera el último, 2005”. Pensé en el mensaje escrito hace once años, me di por aludido y lo dejé en el mismo lugar.



Lo que es seguro es por estas costas anduvo gente, hace 200 años, cuando esto era verdaderamente tierra virgen, “incógnita”, y no puedo dejar de sentir empatía. ¿Como se habrán refugiado de los vientos helado?¿Que comían? ¿Se sumían en pensamientos mirando el pasar de los témpanos así como me pasa a mi?

Salir de base.

El día que llegamos a la base científica uruguaya recibimos una serie de instrucciones de parte del jefe. Una de ellas era “No salir solos fuera del perímetro, miren que están en la Antártida...”.
Puede parecer un paisaje simplemente hermoso, que invita a recorrerlo en un día soleado, pero hay algo especial en el clima de acá. Me hace acordar al clima de la alta montaña, la rapidez con la que puede transformarse en un purgatorio. Con los días uno va tomando confianza, se entabla una amistad con al frío que lleva a la confianza y puede terminar en el exceso de ésta.
El viento lo es todo, y cambia de dirección e intensidad de un instante para otro. El frío se instala, luego el miedo y a raíz de éste las malas decisiones. Cuando la temperatura desciende el cuerpo comienza un duro proceso de “calentamiento”, al buscar compensar este robo de temperatura y entonces, el cansancio.
Llevamos handy por supuesto pero es vhf y hay accidentes geográficos de por medio con la base y la señal no llega. El cansancio y el miedo pueden ser llevaderos, pero resulta que el viento puede venir con nieve, y ahora se nos suma otro factor, la falta de visibilidad. Si se suman estas condiciones aumenta el miedo, como dije antes, la falta de criterio, las decisiones incorrectas y abruptas, desaparecen las sonrisas de los rostros y a veces los diálogos se vuelven abruptos, cuando no violentos. ¿Vamos por buen camino? ¿...estamos perdidos?
En este escenario hipotético ya nos sentimos bastante mal, podemos decir que nos arrepentimos de estar acá, y algunos se enojan con ellos mismos por ponerse en esta situación, los pensamiento se mezclan, va desapareciendo lo humano, se impone lo animal, las ganas de sobrevivir.



Pero...supongamos que sobrellevamos este panorama, porque queremos volver, queremos vivir.  Todo esto sumado es manejable aún, pero puede empeorar...por ejemplo si pisamos un puente de nieve sobre una grieta que no aguante nuestro peso. De ir encordados (como se debería en caso de transitar por un glaciar) se impone realizar una maniobra de rescate.
En el caso de que el caído esté consciente, éste puede trepar por la cuerda con unos nudos conocidos como Prusik, y si hubiera quedado inconsciente por un golpe en la caída, los de afuera deberán montar un sistema de poleas para poder izarlo. Ahora, no debemos olvidarnos que después de este accidente, estaremos aún más extenuados, estresados, y aún deberíamos poder encontrar el camino de vuelta con poca visibilidad y tal vez arrastrando un compañero maltrecho.
También se dan saludables paseos por la tundra antártica disfrutando de amenas charlas con los compañeros. El anterior era un caso hipotético, trágico, indeseable, pero como dijo el jefe: “...están en la Antártida”.

Antártida en palabras

Voy a hacer de cuenta que no han sido inventadas aún las cámaras de foto ni las de filmar. Tampoco cuento con la habilidad de la pintura. Tengo un lápiz y papel, eso si, y quiero transmitir lo que veo al salir de la base científica antártica. Y voy a ir un poco más allá, porque la visión es uno de las cinco, seis (o más...) sentidos con los que contamos para conectarnos con esta existencia.
No sin antes equiparme para el frío abro la puerta de salida, que es más parecida a la puerta de un heladera, gruesa, pesada con palanca en lugar de pestillo. De hecho hay dos puertas antes de salir, de modo que pueda haber una ante-sala al mundo exterior y no permitir la entrada de nieve en los días de tormenta.
La palanca de la puerta ya está fría y al empujarla me golpea un aire de lo más puro que haya respirado y helado, me impacta un poco. El océano antártico esta cargado de fitoplanctón, por lo que éste aire es abundante en oxígeno, siento que me cura. Mis pulmones despiertan del letargo del aire calefaccionado del interior de la base. Mi mente también se activa. Por alguna razón pienso en el espacio exterior a la Tierra, en la estratosfera y más allá. Debe ser helado también.
Mi primer paso en canto rodado de tonos grises y negros, volcánico, mezclado de nieve. Es muy agradable el sonido de las piedras, pero tengo que caminar despacio, las botas son pesadas, rígidas y las piedras se acomodan debajo con cada pisada. El impacto de el frío en la nariz y los pulmones ya pasó.
Camino contra el viento, acá siempre parecer haber viento. El viento multiplica la sensación de frío de manera exponencial, cuantos más abundante la curva de frío se dispara. Esto se conoce como sensación térmica y a mí me importa más este dato que la temperatura real, pues si bien esta es más cuantificable y observable, la que yo siento es la que transforma mi realidad.
La primer subida me cuesta un poco, mi ritmo cardio-pulmonar aún esta en reposo, no he calentado los motores. Me pesa la mochila, mi espalda también está aún fría. Y si bien hoy voy en una salida por el día acá uno nunca puede salir demasiado liviano. El clima cambia de un momento a otro y hay que estar preparado. La sensación en los hombros me  trae un recuerdo corporal instantáneo: Estábamos en Bolivia, en una cordillera remota, poco habitada, con mis dos amigos Mauri y el Gordo. Era temprano en la mañana y las nubes se veían por debajo de nosotros. Recién desarmábamos la carpa y nos disponíamos a comenzar la jornada de caminata por encima de los 4000 metros a de altitud. Hace días que estábamos en estas alturas y ya sentíamos la debilidad, la falta de oxígeno y la deshidratación. Cuanto más se sube, decrece el la densidad del aire, el oxígeno disponible, la humedad y la temperatura. Todavía no habíamos desarmado al mate, no queríamos abandonar la bebida caliente. Mauri lo llevará un rato, luego cambiaremos. Me dolían los hombros y el centro de la espalda de cargar tantos días la pesada mochila...
Vuelvo al momento actual, en esta nublada mañana antártica. Desearía un poco de sol, para levantar el ánimo y calentarme la cara. Pero mientras el astro no se deje ver me voy a cubrir la cara con un pañuelo y me prendo la campera hasta arriba. El cuello debe estar bien protegido, mucho calor se pierde por ahí. El pañuelo me incomoda un poco para respirar. También tengo puestas las antiparras para protección de los ojos del viento helado y la nieve. Sólo la nariz queda al descubierto. En este momento estoy sólo con el guante izquierdo, ya que el derecho me lo tengo que quitar cada vez que me quiero acomodar el equipo, en este caso el cierra de la campera.
A los pocos metros comienza el terreno nevado. Ahora el caminar es distinto. El suelo es más regular y su vez más resbaladizo. Con el canto lateral de las botas voy tallando escalones en la nieve dura. De esta manera la suela apoya de manera horizontal. Cargo cada pisada con el peso de mi cuerpo de manera controlada. Con un bastón me ayudo a mantener el equilibrio. Quiero que el peso esté siempre sobre mi centro de gravedad, y no perder la postura erguida. Pasos cortos gastan menos energía. Es otra forma de caminar, igual que en la montaña. Los tiempos para llegar de un punto a otro no son a los que estamos acostumbrados. Ya me conozco caminando, conozco mis límites de energía y cómo administrarlos, lo aprendí de la manera simple: cansándome incontables veces.
Al superar la primera cuesta se me presenta el primer paisaje antártico, estoy ya fuera del perímetro de la base. No veo rastros de civilización, de actividad humana. Este pedazo de tierra fue moldeado por fuerzas volcánicas, se me ocurre que surgió desde las profundidades del mar helado. Disculpen los geólogos o entendidos del tema, pero este es el relato que me gusta creer, así me lo imagino. Doy rienda suelta a la imaginación. Vuelvo eones en el tiempo para presenciar el cataclismo, me da piel de gallina.
Ahora todo ha quedado congelado ¿para siempre?, probablemente no. Mientras es un paraíso inmóvil en negro y blanco, en perfecto equilibrio. El blanco de la nieve y el cielo nublado son el mismo, se confunden. No sé donde comienza uno y termina el otro. Las montañas parecen flotar.
Voy en dirección al glaciar, una masa inconmensurable de hielo milenario. He aprendido que esta mole de agua congelada ha sido testigo de muchas edad de la Tierra, desvelando el paleo-clima y los sucesos cataclísmicos, como la erupción del volcán Krakatoa, en Indonesia, hace más de un siglo. Ésta explosión fue tan fuerte que se escuchó desde lejanas partes del planeta y las cenizas llegaron prácticamente a todos los rincones. También, encerradas en el hielo quedaron pequeñas burbujas de aire antiguo. Solo hace falta derretir un pedacito de este hielo y respirarlas mientras se liberan. Otra experiencia sutil y mística.

Adentrarse en un glaciar es algo especial, entraña peligros objetivos, que están muchas veces ocultos a simple vista: las grietas. Por lo tanto, cada paso tiene un valor único, trascendente.
Para que no sea la última experiencia trascendental en esta vida nos encordamos con el resto de los compañeros de travesía, de esta manera formamos “un sólo ser”. Atarse a otra persona también me ha parecido siempre un momento religioso, ya que las vidas quedan ligadas prácticamente, sin palabras ni formalidades, sino ante la posibilidad de la no-existencia.
Una vez más debe quitarme los guantes, para maniobrar la cuerda, hacer nudos, cerrar los mosquetones, “sellar el pacto”. La cuerda me lastima las manos con pequeños cristales de hielo, pero he comenzado a segregar una pequeña dosis de adrenalina y no le doy mucha importancia, los nudos deben quedar bien, no puede haber errores y tampoco podemos detenernos en este momento por mucho tempo ya que el viento azota y nos roba el precioso calor generado con el movimiento. La ropa interior esta transpirada y comienza a enfriarse. A caminar.
El negro de las rocas volcánicas desaparece, solo queda el blanco de las nubes bajas y el hielo. Todo es blanco y parece ser en dos dimensiones, de no ser por los compañeros de cordada que dan una referencia de distancias, al menos hasta los 20 metros aproximadamente. Voy segundo en la cuerda, equipado con una polea y otros elementos que puedo llegar a tener que utilizar en el caso de que un compañero caiga en una grieta. Soy el único que conoce estas técnicas de rescate, es una responsabilidad enorme. Voy haciendo ejercicios mentales previendo situaciones, una y otra vez. Tengo todo lo necesario, he practicado, no es momento para dudar, estoy más tranquilo.
Entre imaginaciones creadas de hipotéticas situaciones de rescate, se me viene de pronto una de mi niñez, de cuando tenía apenas 4 años. Otro recuerdo corporal, el olor de la nieve (si es que lo tiene...) me ha llevado 32 años en el pasado: Estoy en Ohio, Estados Unidos, afuera de un complejo de viviendas en un barrio obrero de la ciudad. Estoy haciendo un muñeco de nieve, y le pongo una zanahoria de nariz. Al lado mío a una pelota de basketball y huellas de pisadas de ardillas. De noche habíamos dejado una galletitas para atraerlas. No las vimos pero ahí están sus huellas, vinieron. Habíamos ido a Estados Unidos debido a un trabajo de mi padre con la intención de vivir allá, pero mi madre no se sintió a gusto y nos volvimos a los pocos meses. De aquella época tengo recuerdo que también están teñidos de frío, las calles congeladas por las que era difícil caminar, los largos días de encierro, las ardillas y las cataratas del Niagara, de la cual caían enormes bloques de hielo, grandes como casas. Ésta última imagen la tengo impregnada.
Cercano a los bordes del glaciar existen unas acumulaciones de sedimentos conocidos como morrenas. Algunos parecen accidentes geográficos por su tamaño. Con el tiempo estos sedimentos se compactan y forman roca sólida. A poco rato de caminar por el glaciar llegamos a la primer morrena, un buen lugar para descansar, de lo contrario nos debemos sentar en la nieve. Parece sólida, pero es blanda al pisar, las botas se hunden hasta 20 centímetros. En las morrena no parece haber líquenes, es un nuevo pedazo de tierra en pleno nacimiento, surgido de las entrañas del glaciar milenario. En lo profundo y con deseo casi infantil, deseo encontrar un mamut congelado entre la roca y el hielo. Aprovecho el momento para quitarme la mochila y descansar los hombros, mi mochila está muy vieja y ha perdido la poca ergonomía que tenía 18 años atrás. Sacó unas frutas secas, ración de marcha, que guardo en un bolsillo lateral y me siento junto a los otros a comer y beber. En ese instante se despejan las nubes y podemos ver hacia el Sur el mar antártico y sus icebergs. Éstos monumentos acuáticos de hielo se sienten como una presencia, como si tuvieran personalidad. Las rocas, la nieve y el hielo se encuentran en cadenas montañosas de todo el planeta, pero los témpanos... son la señalización de que uno se encuentra en una región polar, son los que me hacen “volver” a la Antártida cada vez que mi mente se divaga en recuerdos y pensamiento lejanos (esto me suele pasar, desde que tengo recuerdo). Voy a extrañar los témpanos y su lento navegar.
Aprendí hace poco que la proporción entre la parte expuesta y la hundida de los icebergs es de siete octavos. Apenas un octavo asoma por encima de la superficie del agua. No puedo dejar de hacer un una comparación metafórica con el espíritu humano, y sus rincones escondidos y remotos. En definitiva algo de esa interrogante me ha traído aquí. Son lo primero que veo al despertar desde la ventana de la base y lo último antes de dormir. A veces incluso he soñado con ellos. Lo mismo me ha pasado con ciertas montañas, se me aparecen en sueños, antes o después de visitarlas. Algunas de éstas montañas, sobre todo aquellas que dominan sobre las demás han sido dotadas de personalidad divina por las culturas originarias. Los llaman Apus o Achachilas en los Andes, y son venerados desde tiempos inmemoriales. Con cierta ignorancia hemos intentado hacer honor a a éstas presencias en nuestras incursiones a las montañas, haciendo una ofrenda algunas veces, elevando un pensamiento otras, pidiendo permiso y protección. Aún estoy con vida, por lo algo de simpatía nos deben haber tenido las entidades de las montañas majestuosas. Gracias.
Vuelvo al momento en que me encuentro, sentado en la morrena, observando el mar. El viento me hace llorar los ojos, me coloco las antiparras y todo se tiñe de naranja. Quiero volver al azul y al blanco, aunque me duelan los ojos, me las quito y nos disponemos a continuar la caminata.


Caminar encordado, con carga en los hombros, con varias capas de ropa es una experiencia en sí misma. Con el esfuerzo físico y la transpiración las antiparras se empañan y la visión me queda limitada al siguiente paso que voy a dar. Al ir en segundo lugar voy siguiendo las huellas del primero, cuidando que la cuerda no pierda la tensión. Sólo escucho la nieve dura romperse bajo mis pies y los mosquetones colgando del arnés golpeándose entre sí.
Acá los días son largos en verano, cuando llegamos en Enero no había oscuridad total en ningún momento. Dormir es difícil, aún cerrando con cortinas. En las jornadas de caminata es difícil medir el tiempo, no tengo claro si es mediodía o avanzada la tarde. Tengo bastante sed, pero no me tienta tomar del agua helada que llevo en una botella de yogurt. Tomo de a sorbos pequeños y me ayuda.
Estamos en una zona del glaciar donde se ven unas sospechosas franjas de distinto color, me pongo alerta, pueden ser grietas. Si lo eran aguantaron nuestro peso. En Bolivia, mientras hacíamos el intento de cumbre al Pequeño Alpamayo pisé sobre un puente de nieve inestable y el suelo cedió bajo mis pies. Fue un segundo pero puede pensar más de la cuenta, ya me había visto en el fondo de una grieta en un glaciar a 5000 metros de altitud. Por suerte estábamos encordados y no pasó de un buen susto.
A medida que avanzamos vamos cruzando nubes bajas, o las nubes nos van cruzando a nosotros, del blanco absoluto surge el mar, una montaña de roca negra, y de vuelta el blanco. Bajamos al fin del glaciar dando un respiro al cuerpo que venía “remando” en la nieve blanda. Llegamos a una costa desierta en una caleta antártica. Podemos ver al fin el glaciar rompiendo en el mar, farallones inmensos de blancos y azules de muchas tonalidades.
Pero hay un azul en especial del hielo glaciar, que no he visto en otras manifestaciones. Podría buscar en una compleja paleta cromática y ese color aún faltaría.
Este es un lugar muy especial, que deseaba ver con mis propios ojos, donde el agua milenaria destilada, desprovista de toda vida, se encuentra con las profundas aguas antárticas, pletóricas de vida, que dan inicio a la cadena trófica de este planeta. Nos quedamos mirando esa escena un rato lago sin decir una palabra. Alguien quiere romper el silencio pero se aguanta. Estamos rezando para que algo suceda.
Pasado el rato reanudamos nuestras tareas de instalarnos en el refugio de los portugueses. Me quito las botas y la ropa mojada y vuelvo a salir, en ese momento un movimiento en el glaciar me llama por el rabillo del ojo, miro. Un enorme pedazo de hielo va cayendo, parece en cámara lenta. No me da el tiempo para llamar a los demás. Cae el piso y se deshace, pero no escucho sonido alguno. Instantes después (décimas de segundo) después llega la onda sonora y el temblor del piso. Es un éxtasis para la vista y los oídos, la destrucción y la creación en un solo acto.
Esa noche, mientras intento dormirme pienso que algún día me gustaría ver un volcán en erupción. Espero no hacerme fanático de los eventos cataclísmicos naturales, sería un tanto excéntrico, más aún de lo que ya soy. Al fin me duermo, respirando el aire helado e inmóvil de la carpa. Sueño con pequeñas escenas de la cotidianeidad, signo de que estoy extrañando ya.

Se acerca la vuelta

El último campamento lo realizamos en la costa del mar de Drake, junto donde el glaciar cae al mar, una vez más, pero del otro lado de la isla. Este mar es famoso por ser uno de los más peligrosos del mundo en términos de navegación. Es donde se encuentran el Atlántico y el Pacífico, pero que además separa a Sud América de la Antártida.
Emplazamos las carpas al reparo de los vientos del Sur, acompañados de algunos lobos de mar. Ya por estas playas no se ve actividad humana, lejos de las bases y marcas de los caminos. Hacia el Norte puedo ver el contorno de la costa, los acantilados, la pared glaciar y los témpanos de a cientos. Es embriagante.


Durante la noche que pernoctamos ahí pasé bastante frío, mi sobre de dormir está muy viejo y ha perdido muchas plumas. Dormí mal, por lo que tuve muchas horas de reflexión. La tarde anterior había decidido subir a uno de los acantilados a ver un poco mejor el paisaje. Como era de esperarse el panorama mejoró. Pude ver más lejos, más bahías, las grietas de los glaciares desde arriba y las colonias de elefantes marinos. Estos animales son enormes, y se agrupan en manadas en estas playas remotas. En cada manada hay un macho, que duplica en tamaño a las hembras. Impone respeto. Desde aquí arriba puedo escucharlos mientras dan gritos de advertencia a otros machos. Es tan profundo el rugido que hace eco en los acantilados. Una vez más me pone la piel de gallina.
Se acerca la noche y me dispongo a bajar al campamento. Voy caminando en estado mental especial, contemplativo. A la mitad del descenso me detengo al lado de una piedra, una piedra más como cualquier otra, con algunos líquenes adheridos. Me acerco a esta y me saco los guantes. Pongo la mano arriba de un liquen, se siente duro, resistente, vivo. Por alguna razón me siento un poco conmovido.  En ese instante entendí que voy a volver a este lugar.

 El mundo real.

Cerca de la fecha de vuelta me vienen las preocupaciones de la vida cotidiana, las cuentas, la canilla que dejé sin arreglar, la bicicleta que quedó en lo de mi madre... No quiero entender que esto fue parte de otra vida, de una no-real. Al bajar de las montañas me suele sobrevenir el mismo sentimiento, casi nostálgico. Pero esta vez entiendo que debo llevarme todo lo que viví acá, en las montañas, en la selva a mi vida de todos los días. No llevarlos en mis recuerdo o fotos, sino incorporarlos a mi quehacer, a mi trabajo, siento ese deber como educador y como aventurero. Pero no será fácil, no hay llamados laborales para aventureros educadores, tengo que inventar, crear.
Cuando nos reunimos en familia, con tíos, primos y sobrinos siempre está el momento de la velada en que yo cuento de mi aventura pasada y la expedición por venir. En algunas reuniones de amigos también se da ese momento. Con el tiempo aprendí a disfrutar de eso y fui entendiendo que al contar algo se abre un portal por el cual uno es capaz de traer una montaña congelada o una tribu de indígenas a una mesa familiar. Los más niños escuchan a su manera, mientras juegan, pero escuchan y lo van a recordar. Y tal vez al tener un tío uruguayo que es montañista puedan sumar a sus vidas la idea de que las cosas que suenan locas son factibles. 
No me interesa que se conviertan en montañistas, pero sí en eso que sueñan de niños, que ese sueño no se apague con la adultez. Se puede ser astronauta, arqueólogo, montañista, al igual que doctor o abogado. Todo es cuestión de motivación. Ya estamos bastante empapados virtualmente de historias de gente que hace las cosas más increíbles, son gente real, común, con una determinación especial.
Ya lo entendí, como educador debo trabajar en eso, es mi responsabilidad. Y también entiendo ahora que el relato hablado aún no ha sido reemplazado por medio alguno de registro.
Podemos separar las cosas del mundo real y de las que nos gustan de verdad, o simplemente podemos concluir que todo cuanto pasa durante nuestra existencia es parte de mundo real.
Tengo que hacer algo para con los demás de todas estas aventuras, algo que me trascienda, que inspire, y así romper con la maldición del prestigio del hombre que sube hasta la cumbre de las montañas y lo mira todo desde arriba. Ahora mi aventura toma otro valor, es más vasta, y más significativa.


El espíritu que encontré

Vinimos a la Antártida con un proyecto audiovisual, de investigación sobre el “espíritu antártico”. En un primer momento pensaba en este concepto como algo que involucra a un grupo humano, a los antárticos y las relaciones que aquí se forjan. Sonaba muy interesante, una investigación casi antropológica, sin ser un entendido en esa área del conocimiento. Pero como ser humano y observador me sentía capacitado para indagar en estas relaciones antárticas de camaradería, apolíticas y alejadas de los vicios del mundo conocido, donde el dinero y las guerras no formaban parte del panorama.
Ya ha pasado mi estadía aquí, casi dos meses, pero siento que ha sido una vida. No todos los momentos fueron de goce y felicidad, lo que hace a esta una experiencia completa y compleja. Pudimos hacer muchas entrevistas, indagando en lo profundo de los antárticos para encontrar una pista hacía el entendimiento del espíritu antártico. Y si, no estábamos tan alejados en nuestra hipótesis, este es un lugar sin fronteras, donde la cooperación es rutina.
Pero había algo en algunos antárticos que quedaba sin decir, tal vez porque no es transmisible en palabras o en todo caso es tarea de la poesía.
Una de las preguntas de la entrevista era “¿Venir a la Antártida ha cambiado algo en ti?” Las respuestas tardaban en salir, la mirada se posaba en alguna esquina superior del cuarto. Resultaba na pregunta compleja, tal vez para ser pensada y reflexionada con anterioridad. Pero la pregunta no implicaba a otras personas, ni a las relaciones, era íntima, de esa paradójica relación con uno mismo. Hace falta abstraerse, salir de uno mismo para mirarse de afuera y poder expresar estos sentimientos de manera que otro los pueda comprender. 
Esa es la pregunta que me hago a mi hoy, a pocas horas de dejar este lugar. Este lugar no es solamente hermoso, hay algo especial, y no sé muy que es, escapa a mi entendimiento. Pero puedo percibir algo de lo que esa magia ha dejado en mí. Una huella en algún lugar profundo. Siento que se han metido en mis entrañas los líquenes, las rocas, el frío y las miradas de los animales.
Los elefantes marinos tienen los ojos muy grandes, en proporción a su tamaño, claro. Un par de veces tuve que sostener las mirada de esos animales magníficos, y no me fue fácil. Sentí que con esa mirada me indagaba, esa misma que nosotros exigíamos de los entrevistados: “¿ ...ha cambiado algo en ti?”
No sé si me voy una persona distinta, seguramente no, me siento el mismo. Pero como le decía a un amigo brasilero “Me quedé pegado a este lugar”. Voy a volver una y muchas veces más. Aún no sé como lo voy a lograr, y que trabajo voy a venir a hacer. Pero necesito sumergirme en este continente, quiero que sea parte de mi vida de ahora en más. Voy a extrañar la visión de los témpanos de mañana y el aire helado. Espero poder compartir esto y que ésta anécdota sea una motivación para otros. Antes del viaje tenía un deseo enorme de venir, ahora es una necesidad.

La suavidad de los líquenes

Durante nuestra primer caminata antártica, fuimos acompañados por científicos. Alguno de ellos estudiaba las plantas, su suelo y las condiciones en las que sobreviven. Es fascinante que lo hagan en un entorno como este y más todavía que sobreviven al oscuro invierno, cubiertas de nieve y de hielo durante meses. Tal vez es esa cobertura helada lo que les permita mantener un vestigio de vida, en suspenso, esperando el próximo deshielo.


Recuerdo ese día, ahora parece que fue hace años, ha sido intensa la estadía aquí. Y recuerdo el sentimiento que me generó pisar los líquenes que crecían entre las rocas y el hielo. Su crujir delata la aspereza y al tacto recordaba al alambre. Eran un recordatorio del ecosistema de tundra polar en el que me encontraba y su dureza. Extrañaba el verde vívido de las hojas y las flores en contraste con el azul del cielo. Aquí el cielo esta cubierto por nubes bajas, negras y grises, rara vez se deja ver el azul. El paisaje es blanco, negro, gris y en algunos sitios verde grisáceo y marrón de los musgos y líquenes. Este panorama, sumado el viento helado genera un cúmulo de sensaciones que intimida al visitante, porque aquí todo ser humano es y ha sido apenas un visitante. En ningún otro rincón del planeta, salvo el fondo de los océanos el ser humano tiene ésta condición.
A medida que pasaban los días y largas caminatas con el viento helado en la cara la sensaciones cambiaron. Con cada salida me sentía más cómodo, sentía menos el frío, disfrutaba más. Mis piernas se pusieron fuertes y me acostumbré a las pesadas botas de plástico. Generé una mejor lectura del terreno y de los distintos tipos de nieve y hielo, perdí así el miedo a una mala pisada. Pasados cuarenta días me sentía “en mi salsa” y ya faltaba muy poco para la vuelta.
En estos últimos días me siento un poco nostálgico, con sentimientos encontrados. Tengo razones para volver, muy fuertes, pero siento también el vértigo de abandonar este lugar ante la posibilidad de no volver. Ayer salí a dar mi última caminata, solo. Y aunque está prohibido salir de la base en solitario, yo me tomé ese atrevimiento a modo de regalo personal. Había un lugar al que no había ido y me generaba mucha inquietud, una meseta en el centro de la península, aislado de ésta por un desnivel de cien metros. Decidí visitarlo.
Salvando una pendiente de nieve dura me encontré arriba de la meseta y se me presentó el panorama fantástico que imaginaba. Ahí arriba no hay huellas ni rastros humanos. Es el reino del viento y los líquenes. Parece una pradera vegetal, adornada de lagos glaciares y picos rocosos. Quiero volver a este lugar, instalar mi carpa y conocerlo a fondo. Aún hay algo misterioso en él.
En una de la paradas de descanso en la meseta me quité los guantes y me apoyé en una roca colonizada de líquenes. Esas extrañas plantas, se sentían ahora suaves al tacto y la vi verdes, un verde intenso. Me detuve en esas sensaciones un rato y no pude dejar de compararlas a las de mis primeros días aquí. Ni las plantas ni los colores, ni las rocas ni la temperatura habían cambiado, ni lo han hecho en los últimos eones. Pero yo, en casi dos meses me sentía distinto.
Puedo decir que me siento amigo de este lugar. Los líquenes me parecen de las plantas más suaves que he tocado.

Apacheta

Antes de volver a la base escalé por las piedras sueltas hasta la cumbre de unos de los cerros que rodean la meseta. Desde ahí arriba pude ver la masa del glaciar, las morrenas de una punta a la otra, el mar de Drake y la bahía Maxwell. Una vez más me sentí fuertemente emocionado. Casi sin pensarlo comencé a apilar pequeñas piedras en la parte más alta del cero, en el último promontorio antes del cielo.

En un estado especial continué apilando piedras, acomodándolas hasta formar una pequeña pirámide de no más de 50 centímetros de alto. La última piedra la froté contra mis piernas y la coloqué encima de todas. 
Éste fue mi homenaje a los Andes, en donde comenzó mi amor por la montaña por su gente, que en perfecta armonía ha personificado a la naturaleza majestuosa, sabiendo al fin, que somos apenas una parte de ella. Las Apachetas, así le llaman, son monumentos de lo más simples pero que esconden secretos antiquísimos. Yo no conozco esos secretos, pero si sé que existen.

Mi cumpleaños

No todos los días se cumple años en Antártida, a mi solo me pasó una vez y fue un día especial.  No esperaba que sucediera nada especial en mi honor, pero por esas cosas de la vida algo así sucedió. 
A las siete de la tarde llegó un Carrier (vehículo de origen sueco con orugas en lugar de ruedas) con unos rusos de la base Bellinghausen, que se ubica a pocos kilómetros de la nuestra. Hasta el día de hoy no ese si llegaron porque sabían de un cumpleaños o fue pura casualidad. A mi no me importa, me sentí honrado. Más aún si uno de ellos era el cura de la iglesia ortodoxa. Esta iglesia, casi un icono de la Antártida, es una construcción estilística construida en una madera especial de un árbol que crece en Siberia. Fue traída desarmada desde Rusia y re-armada en la cima de un pequeño cerro con vistas a la bahía Maxwell.
Casualmente también estaban en la base un grupo de investigadores brasileros acompañados de un montañista, ya que su campamento se había destruido con la última ventisca. El grupo era numero para lo que veníamos acostumbrados en los días anteriores, pasábamos las veinte personas y ya comenzaban a aparecer les delicias de José el cocinero, quesos, salame, papas fritas, pan casero y hasta vino! Esa no era la norma en todos los cumpleaños anteriores, me sentí alagado, así fuera una escusa para juntarse y tomar algo, estaba pasando en un día que siempre ha sido importante para mi. No soy de esas personas que desdeñan de su cumpleaños, ni de los que se lamentan por ser un poco más viejos. De manera contraria me es un día de reflexión, de agradecimiento por los momentos vividos y por haber estado un año más en este plantea en una sola pieza. Mucho más siendo consciente que he arriesgado mi vida en más de una ocasión. Muchos lo hacen cotidianamente, solo que yo también lo hecho en pleno acto de conciencia, no por el simple hecho de sentir el riesgo, sino por llegar a lugares que deseaba, como la cumbre de una montaña por ejemplo.
Como suelo hacer muchas veces me puse a observar a las personas relacionarse, sus expresiones e intentar leer sus pensamientos, mi faceta de antropólogo o psicólogo tal vez actuando. Los integrantes de la dotación jugaban al pool, un ruso hablaba con un uruguayo, un brasilero con un ruso, otros simplemente bebían su vino disfrutando del momento después de una jornada de trabajo en el frío polar. Una vez más me alegre de ser un poco responsable de esta reunión, de ese momento especial.
Pasado el rato se me acercó el cura ruso, Máximo. Con un español muy trabajado y una larga barba me mira a los ojos y me dice: “Gaspar, te deseo buena salud y una buena vida a ti y a tu familia”. En otra situación y dicho por otra persona esas pueden ser solo palabras. Pero no lo son para un hombre que ha dedicado su existencia al trabajo de la espiritualidad. En definitiva una religión es eso, o al menos así lo entiendo. Sentí que son su mirada seria quisiera poner esas palabras en algún lugar profundo de mi ser, lo sentí un conjuro, algo que con sólo decirlo se hace realidad. Pensé en el comienzo de todo, y la palabra de dios creando un universo de la nada.
Nunca he sido una persona muy religiosa, pero hay algo que siempre me ha cautivado en la religión, y esa función de ligar a las personas con algo más grande, dentro o fuera de si mismos, lo mismo da. Y en todas las religiones parece estar ponderada la fuerza mágica de la palabra, la oración, el conjuro, cuando es dotado de un propósito verdadero.
Esa noche me fui a dormir sintiéndome saludable, sabiendo que lo mismo debería estar pasando a mi familia, a mi familia natural y a la elegida, en definitiva, “a los míos”.

La partida

No voy a escribir de mi salida de la Antártica con mucho énfasis, porque es apenas un “hasta luego”. Si puedo decir que me produjo sentimientos encontrados, los de volver a ver a mi novia, familia y amigos, y el de dejar ese lugar tan especial. Me acordé de la bendición del cura ruso, y de tantos otros momentos, como una película reproducida en alta velocidad.
Estuvimos casi dos meses allí, pero me parecieron años. Para sobreponerme a la nostalgia de la partida me propuse agradecer para mis adentros en esa oportunidad que había tenido. Uno nunca viaja solo aún cuando se viaja en solitario.

 

Acerca del Autor

Gaspar González Sapriza, nació en Durazno, Uruguay, el 21 de febrero de 1978.
Es educador, montañista y espeleólogo, ha cursado estudios de Ciencias de la Comunicación en la UdelaR.
 Algunas de sus expediciones:
1998-99 Travesía/trekking de montaña Ollantaytambo (Perú),
2000 Travesía El Choro (Bolivia),
2002 Travesía Takesi (Bolivia),
2004 Travesía Yunga Cruz (Bolivia),
2011 Cerro Huayna Potosí (Bolivia, 6.088 mts),
2012 Travesía cordillera Apolobamba,
2013 Cerro Pequeño Alpamayo, macizo de Condoriri (Bolivia, 5.410 mts),
2013-2014 Curso integral de expedición de montaña con Asociación Agreste Sur, Neuquén (Argentina),
2014 Volcán Domuyo (Argentina, 4.707 mts),
2014 Exploraciones espeleológicas en Sierra de Sosa,
2015 Cerro Aconcagua (6.960 mts),
2015 Fundador del Equipo Uruguayo de Expedición.
2015: Primera expedición Autónoma de alta montaña- Volcán Lanin.
2016 (Enero-Marzo) Guía de campo Proyecto audiovisual “62° Sur” con el Instituto Antártico Uruguayo.
Es Secretario General del Centro Espeleológico Uruguayo Mario Ísola (CEUMI). Exploraciones expeleológicas y campamentos de investigación científica.
mail: gaspargs@gmail.com